sábado, 3 de marzo de 2007

Música Desnuda

No basta con oír la música;
además hay que verla.

Igor Stravinski


Cerró los ojos, como si así pudiese ver mejor las notas musicales. La resonancia de la sala se hacía cada vez más espesa pero no podía dejar de tocar. Las notas se iban sucediendo una a una con una rapidez que rayaba en lo inverosímil; el alma vibraba al unísono con el arco dando vida al tiempo. El público atento, dejando que la embriaguez les dominara los sentidos; moviendo las cabezas a la frecuencia de las ondas.

Se durmió pensando en las obras a ejecutar. Durmió con la mente en Do y despertó con un Si que le afino la mañana. Los pies descalzos sobre la duela fría le despertaban los ánimos. Danzaba durante el desayuno. ¿Qué podría desafinar el día?
En la sala aún persistía el aroma de las velas que la habían acompañado durante la cena y que habían derramado su cera sobre el mantel bordado que le dio su abuela. La ropa estaba regada por el pasillo, yacía inmutable ante sus pasos que se desvanecían al compás de una sonata. Traía los pechos al aire, y golpeaban contra su cuerpo a cada movimiento, advirtiendo la ausencia del sujetador. Abrió las cortinas lentamente, dejando que la mañana se colara muy despacio, como no queriendo perturbar la quietud que descansaba en el sofá donde aún quedaban los aromas del amor. El silbido de la tetera rompió la calma. Té de Coca recién hecho; había que enfriarlo. Con un vaso de té frío, con los pies descalzos y los pechos libres decidió que era mejor sentarse en la alfombra, lejos del sofá, junto a la percha en la que reposaba el abrigo marrón que usaba cada tarde, a los pies del sillón. Junto a la puerta, recostado sobre un costado, le veía el estuche negro. El arco estaba fuera del estuche, reposando sobre la mesa. Más tarde tendría que lavar los platos y acomodarlos delicadamente en la vitrina, era la vajilla de lujo, la que mamá le había dado cuando se mudo, la que tenía el filo dorado, el filo de oro autentico. En las copas, aun no vacías, podían percibirse los alientos. La que ella había usado aún conservaba un poco del labial carmín que se había puesto. Cerró los ojos y se llevo a los labios el té, emulando los movimientos que se hacen en la liturgia al beber la sangre del cáliz. Tenía las piernas desnudas y cruzadas.
Hecho la espalda al frente, con los brazos estirados; los pechos le rozaron las rodillas, la cara oculta entre los brazos y la mirada al piso. En acto de ofrecimiento dejo el vaso con el té frente a ella. Luego abrió los brazos largos y bien delineados. Aún estaban bronceados, conservando un color canela suave. Levanto el rostro y se encontró con la mirada del estuche. Debía de alistar las cuerdas, pero no lo hizo.
El Sol inundaba el piso y le calentaba la espalda, canela también, infundiendo un calor más profundo en la parte baja, justo donde acaba: no podía pasar más abajo, su posición se lo impedía. Aún sentada, con las piernas desnudas y cruzadas, recuperó la posición: la espalda recta, los brazos a los lados, la mirada al frente.

La noche anterior se había entregado por completo. Dejó que su cuerpo navegase a un ritmo estrepitoso, que jamás había interpretado. Las sensaciones que le inundaron el alma no eran normales. Dos almas habían vibrado a un mismo compás y todas las miradas le habían penetrado hasta lo más hondo del cuerpo. Su mirada se había perdido en la oscuridad de la sala. Fue en ese instante que sintió como la seda del vestido se comenzaba a deslizar sobre su piel: Los tirantes cayéndosele de los hombros, rozándole levemente los brazos, luego los pechos le quedaron al descubierto, denunciando la ausencia de sujetador. Sus pechos libres, su excitación delatada por los pezones duros y despiertos estaban ahora descubiertos. No se explicaba cómo era posible que estando sentada el vestido siguiese resbalándosele por las nalgas, acariciándole las piernas. Cuando volteo hacía abajo se encontró con sus pies desnudos, que dejaban al descubierto sus talones endurecidos, como los de muchas mujeres, a causa de usar los zapatos a piel limpia; y el defecto congénito del dedo menor por el que su padre la reconociera como propia. Seguramente se vería la cicatriz que llevaba en la planta del pie derecho causada por un cristal perdido en el campo y que ella no vio al correr descalza por aquel paraje… pero el paraje era tan verde que se le hizo imposible resistirse a correr cruzándolo a la vez que abría los brazos y levantaba la cara al cielo, dejando al viento cortarle las lagrimas que les escurrían por las mejillas y luego el grito de dolor cuando el cristal la hirió. Vio el lunar que le heredó la abuela, en la parte interna de la pantorrilla derecha, justo arriba del talón de Aquiles y justo del tamaño de una negra. El estilo francés le iba bien a sus pies, que al parecer no se habían bronceado tan bien como sus brazos. Pensó entonces que quizás hubiese sido conveniente usar un strapless y bragas para que ahora la desnudes no fuese total, pero ya estaba desnuda y las notas de la sonata la recorrían por completo, repasando cada una de las comisuras de su rostro limpio, solo vestido de carmín en los labios. Sintió como la punta de un listón se le deslizaba por la espalda, erizándole la piel; sus brazos se movían al compás de las caricias, totalmente erizados. Su acompañante respiraba muy agitado. Ella sentía que debía de abrir un poco más las piernas y a la siguiente nota apretar un poco, no podía dejar que la melodía la rebasase de forma abrupta. Las miradas se encontraban a destiempo, el final se acercaba.

Cerró los ojos, como si así pudiese ver mejor las notas musicales. La resonancia de la sala se hacía cada vez más espesa pero no podía dejar de tocar. Las notas se iban sucediendo una a una con una rapidez que rayaba en lo inverosímil. El público atento, dejando que la embriaguez le dominara los sentidos; moviendo la cabeza al compás de las ondas. El alma vibraba al unísono con el arco y daban vida al tiempo.

1 comentario:

WaBi ღSaBi dijo...

la sinestecia a todo..
con la musica que hay que sentir..