sábado, 3 de marzo de 2007

Hoja en blanco


Una hoja en blanco es como un sexo femenino desconocido: nunca se sabe la impresión que puede dejarse en él.

–Hagamos el amor –dijo ella, quizá buscando la forma correcta de pedirme que escribiera sobre su cuerpo una pequeña historia; buscando la impresión fina y dolorosa que provoca la aguja al tatuar la piel. Pensé en la respuesta correcta, en decir justo lo que ella esperaba que dijera sin preguntarme siquiera qué era lo que yo buscaba. De mi boca cayó suavemente una sílaba afirmativa, dejando entrever un tono de duda y las ansias por pasar la noche con ella; como una daga su mirada penetró mi cuerpo y me impulsó a decir un segundo “sí” un poco más convencido en esta ocasión. Era inevitable no pensar en las delicias que me esperaban aquella noche bajo ese vestido negro y diminuto de una sola pieza; pero aún así, mi mente estaba lejos de imaginar todo lo que aquella propuesta acababa de desencadenar. Los susurros se hicieron cada vez más seguidos; pedí al cantinero una copa más mientras ella me decía al oído todo lo que me haría apenas entráramos en su habitación. La copa tardó más en llegar que en lo que ya estábamos en camino a su apartamento; yo seguía anonadado con tal atrevimiento de su parte, mas no me lamentaba de haber aceptado la propuesta.
El apartamento quedaba unas cuadras atrás del bar, así que decidió que tomar un taxi sería algo innecesario, caminaríamos, pues, tres cuadras bajo la leve llovizna que caía, luego doblaríamos una más a la derecha, subiríamos al tercer piso y consumiríamos el calor provocado por las miradas. La llovizna, de pronto, se volvió más intensa; su cabello largo se empapó por completo y mis zapatos de piel favoritos comenzaron a rechinar como lo hacían cada vez que eran presos del agua. La miré de reojo, sus pezones comenzaban a despertarse con el frío de la lluvia. No pasó mucho tiempo para que el vestido se le pegara por completo a la piel. Pasos adelante la acera se hizo más estrecha, así que dejé que ella fuese enfrente, mientras yo observaba el vestido mojado sobre su cuerpo que ahora delataba su secreta desnudes. La escena me estaba volviendo loco y las ganas de llegar de una vez por todas al apartamento se hacían insoportables: un segundo más contemplando el vaivén de esas caderas y yo explotaba. Fue justo cuando una voz lejana rompió el silencio.
–No comas ansias, ya casi llegamos –dijo ella en tono delicado y sensual mientras me dirigía una mirada de aquellas que matan.
– ¿Eh? –alcancé a pronunciar, quitándole todo el encanto al momento.
– Que creo que si no nos apuramos, te vas a quedar dormido apenas toquemos la cama –dijo ella llenando las palabras de leve sarcasmo.
–Perdón, pero estaba viendo tus caderas, hacen que enloquezca a cada paso –fue lo único que salió de mi boca, pero no pude haber dicho cosa más acertada.
–Menos mal que esa fue la causa de tu distracción, por un momento pensé que los sentimientos de culpa comenzaban a apoderarse de ti.
­– ¿Sentimientos de culpa?, ¿por qué habría de tenerlos? –le pregunte dudoso.
– Quizás hay alguien que hoy te espera, y a quien posiblemente mañana tendrás que inventarle una buena explicación por la ausencia de esta noche... – dijo ella en un tono que invitaba a la culpa.
–No, no hay nadie que me espere, nunca he sido bueno relacionándome sentimentalmente, siempre hay detalles que no puedo satisfacer –
–Espero que el sexo no sea uno de ellos... –esta frase salió de sus labios con un pequeño dejo de ironía retador.
Me disponía a contestar aquel comentario justo cuando ella anunciaba que habíamos llegado al edificio en el que vivía.
Sacó del bolso un manojo de llaves y comenzó a repasarlas buscando la adecuada. Mientras tanto, seguía cuestionándome qué hacía ahí con una perfecta desconocida de la que ni siquiera recordaba su nombre, a punto de hacer el amor durante toda la noche, tal y como ella me había propuesto en un susurro. Tomaríamos un baño de burbujas para relajarnos y después comenzaría nuestra sexual velada recorriendo cada rincón del apartamento hasta que el cansancio y la luz de un nuevo día nos sorprendieran.
–Al fin la encontré –la escuche decir mientras le daba vuelta a la perilla y me invitaba a entrar.
La llovizna estaba cediendo y la noche comenzaba a despejarse, un poco al norte ya se alcanzaban a ver las primeras estrellas, la vista era espectacular desde aquel cubo de escaleras totalmente recubierto de cristal. Los escalones de mármol negro le daban un toque muy sombrío al lugar; el eco de las escaleras era un gran delator, cada paso resonaba incesantemente, y el rechinar de mis zapatos se volvía intolerable para los oídos, por fortuna, el ascenso hasta el tercer piso fue rápido. Nuevamente hurgo en busca de la llave adecuada para poder abrir la puerta, pero en esta ocasión, el hallazgo fue casi inmediato.
El apartamento, por el contrario de lo que había imaginado era muy amplio, ocupaba todo el tercer piso del edificio y la decoración poseía un toque de ternura que jamás pensé encontrar en una mujer tan atrevida. La luz tenue animaba, aún más, los humores a relajarse y dejarse seducir por esa atmósfera cargada de erótica ternura.
Caminó hacía una esquina y encendió una lámpara de pie, acto seguido volteó hacía mí y se estiró como si fuera a bostezar, mas no lo hizo. El vestido mojado se desprendió un poco del cuerpo, dejando que la luz lo atravesara retratando una silueta que invitaba a pecar no una, sino todas las noches que fuera posible tenerla cerca.
Ante tal escena, mi cuerpo se petrificó, parte por el frío de la ropa húmeda, parte por la impresión de ver un cuerpo tan bellamente formado. Nunca antes me había sucedido nada parecido, a excepción de aquella vez en que sorprendí a la hermana de un amigo saliendo desnuda de la ducha por casualidad, (haría falta decir que la hermana de mi amigo era modelo de la revista Vogue). Sentí el agua bajar por las mangas de la chaqueta hasta llegar a la punta de mis dedos y luego sólo se escuchó caer una gota tras otra y de vuelta la misma sensación. Yo no quería que aquel cuadro terminara: era como presenciar un teatro de sombras en cámara lenta.
En esta ocasión no hubo palabras que rompieran el silencio, tan solo la vi caminar hacía mí muy despacio mientras su mano izquierda deslizaba el cierre del vestido poco a poco; de pronto, se detuvo, contempló la ventana y pude notar la ausencia de las cortinas. Volvió su mirada hacia mí y dejó caer el vestido mojado sobre la alfombra sin decir nada. No había nada que decir. La desnudez lo explicaba todo. Podría haberla tomado en ese mismo instante sin necesidad de algún jugueteo previo. Era mía. Pasaron tres largos segundos hasta que mi reacción se hizo notoria. Mecánicamente me deshice de la chaqueta y aventé la corbata ¡Dios sabe donde! La prisa por poseerla me consumía. Pero antes de que pudiera comenzar a desabotonar la camisa, ella dio un paso más, me tomó de las manos y me llevó hacia el sofá caminando con la misma cadencia que momentos antes había caminado sobre la acera, y yo me sentí morir nuevamente. Una vez en el sofá se sentó y quedé frente a ella, viendo hacía una pared en la que colgaba un cuadro de Van Gogh. La pared era enorme, bien hubiese podido colocar en ella seis copias de la “Pera” de Botero, en cambio, tenía tan solo una copia de “Café en la terraza” del gran Vincent.
Era algo increíble, pero a pesar del frío de la llovizna, tenía las manos tibias. Con mucha delicadeza fue soltando cada uno de los pequeños botones de mi camisa, y pudo notar que mi pecho temblaba.
–Así que el hombrecito resulto nervioso –dijo ella en voz queda.
La frase sonó con tanta gracia que en vez de provocarme enojo, me hizo esbozar una leve sonrisa.Intente contestarle apresuradamente, pero ella ya estaba concentrada en otras cosas. Desabrochó mi cinturón y luego le dio un suave tirón a la hebilla hasta que este se separo de los pantalones. Los nervios me comían hasta la médula, pero aún así, no me doblaría. Miré hacía abajo, notando que ella aún traía puestos los zapatos de tacón alto, pero antes de que pudiera hacer alusión alguna a tal observación, percibí como sus manos desnudaban mi cintura. Los pantalones se detuvieron en mis tobillos, y recordé entonces que yo también traía puestos aún los zapatos. Hice un intento por agacharme a desatar las agujetas para poder quitármelos, pero ella interrumpió mi camino con un beso en la entrepierna. Para ese momento, la noción del tiempo carecía de importancia, ya no sabía en que instante estaba viviendo; tan solo tenía la certeza de que el amanecer iba a tardar más de lo normal en llegar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me quedo con la frase del principio.
Es lo primero que leo de tu blog pero me gradó y volveré a seguir leyendo!
saludos!